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  • franciscoalcolea

Buda en el ático: "nosotras"

Buda en el ático: “nosotras”

Al inicio de la lectura de “Buda en el ático me costó centrarme en los personajes, porque la narración saltaba rápidamente de una mujer a otra, y en el argumento principal, porque parecía que no había una sola historia; el uso continuado del “nosotras” sitúa a la narradora participando en cada una de las situaciones que se describen, ella sufre y vive cada uno de los hechos que se describen y eso también me despistaba. Ese “nosotras”, de tanto repetirse, terminó siendo como un rezo, como un cántico del que no alcanzaba a saber hacía donde me llevaba, pero en el que me encontraba, de alguna manera, cómodo e hizo que mi interés por la historia aumentase; en ese sentido, la manera de redactar la novela me recuerda a las canciones de Leonard Cohen, su ritmo, lento y repetitivo, y su voz me seducen aunque no entienda bien lo que dicen … “Suzanne takes you down to her place near the river”... o a las películas argentinas en las que necesito unos diez minutos de visionado para que mi oreja se ablande y me permita seguir bien la trama.


El uso del “nosotras”, como forma de narración, da una fuerza y una cohesión a la historia que me sorprende; la escritora podría haber utilizado la primera persona del singular “yo” o la tercera del plural “ellas” pero con el uso del “nosotras” consigue darle una dimensión más global a la novela, ese “nosotras” termina por incluir a los lectores haciéndonos, de alguna manera, cómplices de la historia, es un “nosotras” que viaja a otros lugares y que nos habla de otras historias de inmigración que quizá no nos resulten tan lejanas. Mi padre me lo contaba: “ser inmigrante es siempre duro”.


Da la impresión de que Julie Otsuka decide apostar por dar relevancia al que sufre, cuando utiliza el “nosotras”, a costa de dejar una constancia mínima de la sociedad que oprime y subyuga, le da casi toda la voz a ellas, las inmigrantes japonesas, quitándosela a los otros personajes. Julie Otsuka, con ese “nosotras”, indirectamente nos alerta de que, aunque fueron las mujeres japonesas las que sufrieron, todos podemos, en un determinado momento, vivir una situación parecida a la que ellas vivieron . Nos recuerda la obligación de no olvidar nuestro pasado porque, desde el presente, nos puede ayudar a decidir con mejor criterio nuestro futuro y el de los seres que nos rodean.


Buda en el ático


Solo

Abandonado, olvidado

Como resto de un naufragio

De unas vidas que fueron, que soñaron, que sufrieron y que, finalmente, se desvanecieron.


Huyamos, busquemos algo mejor, aunque duela,

Empecemos una nueva vida, en un nuevo país con un marido nuevo….

Y se lanzaron al océano abierto: jóvenes, vírgenes, del mar, de la las llanuras, de las montañas, de distintas ciudades y pueblos.

Llevan, como un tesoro, la foto de un hombre joven,

lo que les cabe en las manos

y un corazón rebosante de miedos, esperanzas y deseos.

A buen seguro que serán buenas esposas,

Que el trabajo de las casamenteras estuvo bien hecho.

Van a nuevo país de extensas llanuras, de árboles inmensos, de hombres gigantes cubiertos por un abundante vello,

donde lo opuesto al blanco no es el rojo,

Donde se lee al revés,

Donde se come carne solo,

Pero esto es América, no hay porque tener miedo.


Las fotos mienten, la realidad las aplasta,

Sus maridos son mayores, sucios y pobres jornaleros que van de uno a otro pueblo,

Su hogar es la cosecha,

Viven en furgones, en gallineros, en camastros, en rincones del suelo.


Somos las primeras en levantarnos y las últimas en acostarnos,

Trabajamos, sudamos y sufrimos,

de sol a sol, en el campo.

“Agua, aprende esta palabra y te salvará la vida”.

Resistimos: somos trabajadoras dóciles y fuertes

De noche todas las tareas son nuestras,

Siempre dispuestas para el sexo

Nos salen callos en alma y en el cuerpo

Somos mano de obra gratuita,

Esclavas de los nuevos tiempos.

De tanto trabajar nos vamos olvidando de la montaña, de nuestro mar, de nuestra ciudad, de nuestro pueblo

Solo existe el trabajo y el sueño.


Para nosotros, dice el arrendador blanco, el 60 por ciento,

El otro 40 por ciento es vuestro.

Trabajando duro llegaréis lejos.

Los japoneses nos quedamos con el cultivo de las fresas, con el cultivo de las espinacas, …

Los agricultores blancos nos miran con envidia; las represalias llegan luego.

¿Por qué trabajáis tanto?


Algunas nos vamos a servir a familias en la ciudad,

Nuestras señoras son blancas, altas y elegantes, que desayunan cada día antes de pisar el suelo.

Las envidiamos y queremos ser como ellas.

Nos cambian los nombres, ahora somos Helen, Lily, Margaret, Pearl…

Cuidamos de sus casas, de sus maridos, de sus hijos, de sus padres

Somos sus confidentes

Somos invisibles, serviciales y dóciles.


En cuatro manzanas de la ciudad, J-Town, sienten que están en Japón de nuevo.

Crean negocios: para lavar la ropa, para dar de comer, para cortar el pelo,…

En J-Town se sienten seguros viviendo,

Pero fuera de J-Town la única manera de resistir es no resistiéndose.

Ellos dan mucho, pero reciben poco.

Cambiar de país es más que un deseo.


Y vinieron los hijos, muchos hijos.

Nos acompañan al campo,

Nos llaman y lloran.

Ya nunca lloran porque no les queda llanto dentro.

Juegan en el barro, con los palos, con las hojas, con los animales

Al finalizar el día regresamos, cansados y sucios, a nuestro agujero.


Como podemos les enseñamos modales y valores:

“Es mejor sufrir el mal que infringirlo”

“Una fortuna comienza con un penique”

Algunos de nuestros niños mueren

“Mama, no te olvides de mirar al cielo”

Nos ayudan en las siembras,

Se mueven despacio y sueñan despiertos.

Nuestros hijos van al colegio, se sientan al fondo,

Aprenden inglés y nos traducen luego.

Comienzan a ponerse nombres nuevos como Doris, Peggy, Chinky, Harlem, Esther, …

Poco a poco van olvidando nuestro idioma: dioses, colores, flores….

Pero es japonés lo que siguen hablando durante el sueño.

Sienten vergüenza de nosotros, de su origen.

Quieren ser como los blancos,

Pero saben que no importa lo que hagan,

Jamás serán como ellos.


Y llega la guerra y somos sospechosos.

Hay largas listas donde aparecemos.

Los vecinos nos vuelven la espalda.

Nuestro rostro y nuestra piel nos delatan,

Y fingimos ser otros: chinos, coreanos,

Comenzamos a borrar nuestro rastro: relaciones sociales, cartas, dioses.

Se producen detenciones.

Nos sentimos culpables de delitos que no conocemos.

Nos limitan nuestros movimientos.

Hay desapariciones.

Nos denunciamos unos a otros.

Cada vez nos relacionamos menos.

Se separan las familias,

Se subastan los negocios y nuestras posesiones las malvendemos.

Trabajamos nuestras tierras, hasta el último día, como si nos fuese la vida en ello.

Nos llevan hacia al interior, en grandes desplazamientos.

Nuestras casas son saqueadas por fuera y por dentro.


Los japoneses ya no están,

Su silencio es palpable: casas, nombres, negocios, colegios, …

Los vecinos justifican los desplazamientos:

“Nunca se sabe”

“Nunca estuvimos del todo seguros”

La decrepitud llega al espacio antes ocupados por ellos,

La naturaleza invade y oxida

El expolio es minucioso

El Lejano Oriente irrumpe en las tiendas de empeños.

Las necesidades laborales se cubren con jornaleros negros

Los últimos contactos con los japoneses van languideciendo

La sociedad siente el duro peso de su conciencia:

¿qué hicimos para impedirlo?

Aparecen leyendas sobre ellos:

Dicen que los vieron en un tren

Dicen que están bien

Dicen que tienen un buen trabajo

Dicen que han montado un magnífico negocio.

Dicen que se compraron una amplia casa con jardín.

El invierno va apagando los últimos rescoldos de su recuerdo.

Te preocupas por ellos, rezas por ellos y luego, de repente, tienes que seguir adelante…viviendo.






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